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El turismo es la máxima insignia de la civilización: somos civilizados porque salimos a pasear. Nuestra curiosidad es tan imperativa como nuestra seguridad. El turismo es la suprema diversión y la diversión es para el alma lo que las vitaminas son para el cuerpo: catalizadores de la nutrición. La diversión es el catalizador de la perspectiva y el aprendizaje. El aprendizaje es la nutrición de la mente. Los humanos nos morimos de hambre física o de hambre intelectual.

Por ejemplo, cuando hice mi primer viaje a España, comprendí por primera vez muchos aspectos de la cultura guatemalteca. Fue como visitar la casa de la abuela para poder comprender a mi madre. Había basura y chuchos sueltos en la calle. La gente llenaba los parques a las diez de la noche, comiendo golosinas en las esquinas. Música, chistes, romance y alegre conversación. En Alemania, a esas horas, los parques están desolados, las calles silenciosas. Seguras pero estériles de diversión social.

Hace una semana me dijo un alemán que disfrutaba unos tacos de pollo con salsita típica en la Antigua, en la calle, como a las diez de la noche: “yo pienso vender mi negocio en Alemania y venir a vivir aquí”. ¿Y la inseguridad?, le pregunté, “ya tengo 59 años de vivir seguro pero aburrido, me hace falta un poco de aventura”. Ese es turista de corazón.

¿Quién de nosotros no es descendiente de turistas?

Nuestros antepasados fueron turistas.
Los primeros turistas que vinieron a Guatemala fueron mongoles que venían bajando de México, después de haber cruzado, en la última parte de la edad del hielo, el estrecho de Behring. Los segundos fueron los españoles. De último vinieron los gringos. Con razón apreciamos a los turistas: compartimos con ellos una larga tradición familiar.

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